Hace unos días leí en uno de los blogs de los que soy asidua algo que me
impactó muchísimo. Hoy voy a reproducirlo aquí para compartirlo con mis
lectores habituales y aquellos que aterricen de casualidad.
Baby Doe, nombre ficticio con el que se conoció
el caso públicamente, estaba desamparado y su vida peligraba por culpa de
sus propios padres. Tanto el hospital donde nació como los médicos (excepto
el ginecólogo que había tratado a la madre), defendían la necesidad de operar
al bebé y el derecho de éste a recibir atención médica como cualquier otro
paciente. El caso se llevó con urgencia a los tribunales.
El obstetra que había atendido el parto reafirmó ante
el juez que, en su opinión, la cirugía para solucionar la fístula
traqueo-esofágica no tenía sentido ya que “la posibilidad de una calidad de
vida adecuada era inexistente debido al severo e irreversible retardo mental
del niño”. Sus prejuicios y el deseo de los padres de que su hijo muriera
prevalecieron. Baby Doe ni siquiera contó con un tutor que velara por sus
derechos durante la audiencia. El bebé murió a los seis días de inanición.
Hay que decir que antes de la muerte de
Baby Doe, los abogados del hospital y representantes de los médicos apelaron la
decisión del juez, pero los padres ganaron la apelación y no hubo tiempo para
salvar al niño. Para entonces, varias parejas se habían ofrecido a adoptarlo.
Dos años después de la injusta muerte de Baby Doe, se
aprobó la Ley conocida como “The Baby Doe Rules”, que condena como negligencia la no
aplicación de tratamiento médico a un niño, cualquiera que sea su condición.
Muchos preguntan cuál es el verdadero nombre de Baby
Doe. Ninguno. Sus padres ni siquiera llegaron a dárselo.
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